/Misael Habana de los Santos
La cotidianidad es la anestesia suave con la que la memoria
empieza a olvidar que el mundo, a cada instante, está estrenando colores. Tal
como la defino, me parece hermosa y una condición humana. En la realidad, más
que un don, es una cómoda limitación: una carcoma silenciosa que erosiona el
potencial amoroso que tenemos al alcance de la mano para dar.
Eso lo vi esta mañana, cuando la gorda y hermosa Akela vino
hasta donde yo estaba sentado, se echó al piso y se entregó al ritual rutinario
de revolcarse, contonearse, quizá para demostrarme que me ama o tal vez solo
para decirme que está viva y que también está triste.
No le hice caso: estaba leyendo la prensa. Ella se alejó y se
colocó a unos metros de mí, en posición de esfinge, con la mirada clavada en la
profundidad del mar.
Vuelvo al motivo de este texto. La cotidianidad nos da
estructura, seguridad y un terreno firme desde el cual movernos. Pero también
puede volverse un ruido blanco que adormece la percepción: seguimos haciendo,
pero dejamos de mirar; seguimos escuchando, pero sin oír.
En ese sentido, la rutina no es olvido total, pero sí un
borrado progresivo de los matices. Es como si la vida se llenara de páginas
calcadas, hasta que lo extraordinario deja de resaltar y lo cercano se vuelve
invisible. Lo curioso es que, muchas veces, basta una ruptura —un cambio
brusco, un viaje, una pérdida o incluso un detalle mínimo, como un olor nuevo—
para sacudirnos y recordar que lo que nos rodea está vivo y cambia.
Hace unos días, algo rompió el espejo donde me miro todos los
días. Esa mañana, el piso de la terraza estaba salpicado de restos de lluvia
nocturna: pequeños espejos de agua que reflejaban el cielo. En uno de ellos
estaba Minina, mi gatita, empapada, mostrando un esqueleto que hasta entonces
no había querido ver. Al escuchar mis pasos, dejó escapar un maullido
lastimero, un lamento que me atravesó.
La levanté, la sequé y la llevé a su cama. Minina no estaba
bien; lo hice saber en casa.
Al día siguiente, la escena se repitió. La encontré tendida,
como un despojo, después de la lluvia. Me partió el alma y, como dice la
canción, mi corazón lloró. La llevamos al veterinario. Diagnóstico: artritis
reumatoide en estadio avanzado. Ciega. Puuuff.
Y con Joaquin Sabina como báculo , como Diógenes, trato de
caminar en la oscuridad. ¿Desde cuando, sus ojos dejaron de buscarme? Con
rostro de todos, como si no existiera. Con rostro de nadie, para que no se
fuera. Con su rostro me dormía y, dormido, la veía. Ahora, la veía sin que ella
pudiera verme.
¿Desde cuándo sufría esta enfermedad que avisa? ¿Por qué no
me di cuenta si siempre me acerqué a rascarle las orejas y a pasarle la mano
por el lomo? Ni siquiera había reparado en que Minina ya no era la misma, ni la
pequeña que me regaló Albita a mi paso por RTG (Radio y Televisión de
Guerrero). El tiempo se nos vino encima, a ella y a mí, sin advertir que mi
amada Minina ya era una anciana.
Hoy la cotidianidad me ha dejado un hueco en la terraza y un
silencio en el alma. Y aunque el mar siga ahí, profundo e indiferente, y el
cielo se siga reflejando en los charcos, me costará un tiempo volver a ver esos
colores nuevos que cada día estrena el mundo.
P.D. ¡Mi gatita ha muerto!
/Al Tanto Guerrero.- Acapulco, a 09 de agosto de 2025