/Ignacio Hernández Meneses
12 de mayo de 2025
Dos torres blancas con su campanario iban apareciendo cuando
las nubes se alejaban rumbo al naciente sol que se asomaba entre los verdes
cerros costachiquenses.
El frio invierno de 1970 impregnaba de neblina las calles y
casas de adobe de San Luis Acatlán. La Nochebuena recién había pasado y los
niños estaban a la espera del paso de los Reyes Magos; bueno, algunos no,
porque ni magos tenían.
Genaro llevaba de las manos a sus dos hijas, ese domingo de
colorida plaza. América, la más pequeña, siempre pedía una muñequita que
abriera y cerrara sus ojos porque ya tenía una pero nunca cerraba los ojos.
Soñaba con acurrucar una muñeca, pero que al acostarla se durmiera y al
levantarla abriera sus cristalinos ojos.
El maestro Genaro iba contento, no era para menos: iba con
sus pupilas de compras. Todo mundo lo saludaba, algunos vecinos se quitaban el
sombrero y le abrían paso al ver a quien enseñaba a leer y escribir, trabajo no
muy común en ese entonces, en este pedazo de patria donde la pobreza estaba
estacionada.
Por la mente del señor Vázquez atravesaba el recuerdo de la
persecución, la represión y las matanzas en Guerrero. De cuando con documentos
en mano, encabezó el movimiento estudiantil y popular que en 1960 derrocó al
genocida gobernador Raúl Caballero Aburto.
La adversidad lo orilló a tomar el camino de las armas.
Vázquez Rojas tenía ya su trinchera la Asociación Cívica Guerrerense, que más
tarde se amplió al plano nacional, marchando como la ACNR, su trinchera de
lucha. En abril de 1968 un comando lo libera de la cárcel, con astucia logra
salir a consulta con un dentista, y, lo demás es historia.
Su esposa, la maestra Consuelo, recuerda también con claridad
y precisión los camiones de redila verde olivo donde llevaban los muertos. ¡Quién
sabe cuántos eran!, solo se les veían los pies, acomodados como en cajita de
cerillos.
Los rumores sobre su compañero de vida volaban como hojas de papel. Que encontraron una camisa ensangrentada del comandante de la ACNR, que quizás sus compañeros se lo llevaron a esconder para que no lo mancillara el Ejército, que traía pisando los talones a los guerrilleros, en su mayoría campesinos, en fin, había muchas versiones
Pero ese fresco día que en el que él llevaba a las niñas al
mercado, América le gritaba a su papá a que mirara una muñeca de ojitos azules
a la que presurosa, señalaba con sus manitas. Era esa, ¡por fin! la soñada
muñequita que abría y cerraba sus ojos.
-Papá, ¿me la podrán traer los Reyes Magos?
-Pues haz tu cartita, escríbeles…
Aunque Ame no sabía leer ni escribir, pero rauda y veloz,
sentada en la banqueta, en una hoja de cuaderno arrastró el lápiz y dibujó
rayitas y palitos con puntitos.
Acto seguido, la pequeña le enseña la misiva a su padre,
donde, en voz alta, dice que decía: “Queridos Reyes Magos, la niña América
Vázquez Solís quiere una muñequita de ojos azules pero que los abra y los
cierre…” La niña estaba muy contenta, porque sentía que estaba a punto de
cumplir se sueño.
El papá amoroso convertido en rey mago, preguntó a la
comerciante cuánto costaba esa ilusión para Ame, pero algo pasó, porque
compraron la despensa y la muñeca de ojitos azules quedó en la tienda colgada
como piñata.
Al día siguiente, el luchador social tenía que irse a una
reunión, pero antes de partir, tomó del brazo y con voz baja, le dijo a doña
Consuelo que tomara su pistola: “véndela o empéñala y cómprale la muñeca a la
niña, y juguetes a Chelo y Francisco”. Sus demás hijos.
Con voz firme, resuelta a estar en el movimiento armado y a
vivir en la clandestinidad, doña Chelo le respondió a Genaro: “esta es tu vida,
si te vas a ir no te vayas solo, llévate a unos cuantos, no me la dejes por
favor”.
Pasó el tiempo y, después de una matanza, la profesora se
preguntaba desesperada, “muerto él, ¿por qué los compañeros no me dicen que
está muerto?,¿qué le hicieron?,¿a dónde pusieron su cuerpo?”.
Bien que se acuerda que dentro de su casa daba clases
particulares a un grupo de siete niños. Tenía la ventana abierta y con la
cortina corrida cuando vio pasar por la calle a un señor con sombrero de
Iguala, y pensó que esa persona no era del rumbo, pero al rato vuelve a pasar y
para salir de dudas salió y le preguntó: “¿señor, qué calle busca?”.
-Aquí está este papelito-le dijo el viejo con la piel curtida
por el sol.
-Mire, esa calle está a la vuelta, ahí busque el número- le
orientó la maestra mientras sus alumnos asomaban sus caritas de curiosos detrás
de las tablas de la sala, del improvisado salón de clases.
El forastero traía un morral grande con muchos papeles y
periódicos enrollados como tacos, pero de pronto, se quitó el morral y lo dejó
tirado, echándose a correr. Se iba despidiendo, moviendo sus manos como si
fueran parabrisas hasta que ese campesino se hizo chiquito.
Consuelo, dentro de la casa, vació la carga; temblorosa, con
sus manos fue sacando papeles, periódicos viejos, también unos mecates y hasta
el fondo del enorme polvoriento morral de ixtle, traía una muñeca de ojitos
azules que olía a vinil. Saliendo del bolso, abrió de inmediato sus ojos.
Mientras que con el fusil en la mano escribía parte de la
historia del país, Genaro Vázquez Rojas en sus momentos más difíciles también
pensaba en sus hijos.
Y dejó a sus retoños una carta muy hermosa donde les
compartía que, “hijos no me voy por abandonarlos, pero no solo ustedes
necesitan del apoyo de justicia, de paz y libertad y una patria nueva, hay
cientos, miles de niños que requieren de ayuda y me voy para ver qué podemos
hacer por ellos…”
América le confeccionaba ropita, bañaba y peinaba diariamente
a su querida muñeca, y cada amanecer, la levantaba y su sonrisa se reflejaba en cada parpadeo de
esos, de esos pizpiretos ojitos azules.