La violencia como recurso de la Derecha para regresar al poder

Redacción
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*la violencia no fue espontánea, la narrativa no fue ingenua, la indignación no fue auténtica, y los factores de poder detrás de la marcha no buscan justicia, sino un pretexto

* Lo que intentan instalar no es un debate, sino un clima. Y en ese clima, ellos ganan y el país pierde

 

/GERARDO FLORES PEÑA


CDMX, a 17 de noviembre de 2025.- La escena de esa tarde no necesita dramatizaciones: basta observarla con atención para notar que algo en la política mexicana cambió de textura. No por la marcha en sí, sino por la coreografía tan cuidadosamente diseñada de ciertos grupos que no fueron a protestar, sino a provocar.

Mazo en mano, tijeras industriales, protección contra gas lacrimógeno, cadenas reventadas como si fueran parte de una escenografía ensayada. Y al mismo tiempo, como si alguien hubiera dado una señal, una cascada de cuentas e influencers repitiendo exactamente lo que se necesita repetir cuando se quiere construir un relato de caos: “represión”. Resulta curioso cómo todos lo vieron al mismo tiempo, pero ninguno vio quién inició la violencia.

La pregunta que vale la pena hacer no es si la marcha fue grande o pequeña, sino por qué, cierto sector de la derecha decidió que ahora la violencia puede ser una herramienta legítima de disputa política. Y más aún: quiénes la preparan, quiénes la justifican, quiénes la celebran en redes, quiénes construyen la ilusión de que se trató de jóvenes indignados actuando desde la espontaneidad. Uno puede creer muchas cosas, pero no que alguien decide ir a manifestarse con un mazo porque “se le ocurrió”.

El libreto venía escrito desde antes. Las señales estaban ahí: la famosa cuenta de “Generación Z México”, supuestamente juvenil, pero con un discurso que suena más a despacho político que a TikTok, publicó hace días un mensaje dirigido al Ejército. No a los estudiantes, no a la ciudadanía: al Ejército. Un llamado a que “cumpla su promesa con la nación”. ¿Cuál promesa? ¿Hecha a quién? ¿En qué momento los jóvenes veinteañeros comenzaron a mandar comunicados castrenses? La incongruencia es tan evidente que uno solo puede leer la frase como lo que es: una advertencia disfrazada de preocupación juvenil. Y casi siempre que la derecha empieza a hablarle directamente al Ejército, la conversación pública entra en un terreno oscuro.

Después viene la parte más obvia, la que cualquiera puede ver incluso sin experiencia política: la forma en que se movieron ciertos grupos durante la marcha no corresponde a la lógica de una manifestación civil. No se improvisa un bloque así de coordinado. No se compra un mazo camino al Metro. No se adivina que habrá gas lacrimógeno sin un mensaje previo. Y tampoco es casual que estos grupos aparezcan siempre en las zonas donde se busca generar la imagen que luego circulará en medios: el momento exacto en que tiran una valla, empujan la línea policial o golpean a alguien para después, convenientemente, cortar el video justo antes de que aparezca la agresión.

Pero el punto más revelador no estaba en la calle: estaba en las cuentas de quienes realmente influyen en la conversación pública. Ricardo Salinas Pliego no salió a marchar, pero dirigió la narrativa desde su teléfono como si fuera el productor ejecutivo de una serie. Durante horas, repitió —con el entusiasmo del que sabe perfectamente lo que está haciendo— que todo era “represión”, que la policía agredía, que el gobierno atacaba a ciudadanos indefensos. Cualquier violencia previa, cualquier provocación, cualquier golpe a un policía, desapareció mágicamente de su línea del tiempo. Su aparato mediático acompañó la puesta en escena con la disciplina de un ejército editorial. Y aunque él pretende indignarse por la “represión”, lo cierto es que proyecta la misma energía que proyecta un niño cuando empuja a otro y luego grita “¡profe, me pegó!”.

A esta coreografía se sumó un elenco internacional encantado de encontrar en México una tragedia ajena que puedan convertir en contenido: libertarios sudamericanos que pronostican Nepal sin haber leído un solo libro de historia, influencers radicalizados que viven para anunciar “el fin del régimen” cada quince días, y personajes conectados con el trumpismo que, desde mansiones en Florida, celebran cada chispa como si fuera una revolución. El hijo de Donald Trump, por ejemplo, escribió con entusiasmo casi adolescente que los mexicanos estaban “tomando por asalto el Palacio Nacional”. Si no fuera peligroso, sería ridículo. Imaginar que México está en una especie de insurrección tipo serie de Amazon revela más sobre sus fantasías que sobre el país.

Y sin embargo, esta narrativa no es inocua. Sirve para algo. Sirve para justificar la idea de un gobierno mexicano ingobernable, incapaz de controlar su territorio, débil ante criminales, represor ante ciudadanos. Ese es el guion que algunos sectores conservadores, tanto dentro como fuera del país, necesitan para hablar de intervención, tutela o “ayuda externa”. No sería la primera vez que desde Washington se construye una ficción conveniente sobre un país latinoamericano para luego convertirla en política pública.

Mientras todo esto sucedía, la oposición tradicional jugaba su papel habitual: validar sin ensuciarse. Xóchitl Gálvez publicó frases de manual, como siempre: un poco de pluralidad, un poco de preocupación, un poco de crítica. Nunca lo suficiente para condenar la violencia, pero sí lo necesario para no quedar fuera de la foto. Otros opositores hicieron lo mismo: calificaron la manifestación como “pacífica”, hablaron de “jóvenes cansados del miedo” y omitieron cuidadosamente cualquier referencia a los mazos y las tijeras que estaban en manos de los suyos. Esa complicidad por omisión es probablemente la faceta más vieja del conservadurismo mexicano: no participan en el choque, pero lo necesitan.

Ahora bien, conviene despejar una duda: ¿esta marcha demuestra que la derecha está creciendo? No. En absoluto. No hubo una explosión ciudadana, no hubo sectores nuevos, no hubo un viraje social comparable al de otros momentos de tensión política. Lo que sí hubo fue un cambio de táctica. Un ensayo. Una exploración de un método: si no se puede ganar en la arena electoral, tal vez se pueda generar un ambiente de confrontación que desgaste al gobierno y fracture a su base social. La violencia no es un colapso inesperado, sino una herramienta. Y cuando la derecha decide convertir la violencia en un recurso, es porque está dispuesta a correr riesgos que antes no corría.

El país no está, ni de lejos, frente a una insurrección. Pero sí está frente a una derecha que decidió que le conviene que las cosas parezcan insurrección. Y ese matiz es peligroso, porque las ficciones, cuando se amplifican lo suficiente, adquieren efectos reales. Lo que está en juego no es quién tira una valla ni quién grita frente a Palacio Nacional, sino qué país están tratando de construir esos actores: uno donde la política se decide por presión, donde la fuerza se convierte en argumento, donde los multimillonarios influyen más que los votos y donde un grupo radicalizado dicta la agenda pública a base de provocaciones.

El verdadero desafío es no permitir que esa ficción se vuelva realidad. Y eso empieza por llamar cada cosa por su nombre: la violencia no fue espontánea, la narrativa no fue ingenua, la indignación no fue auténtica, y los factores de poder detrás de la marcha no buscan justicia, sino un pretexto. Lo que intentan instalar no es un debate, sino un clima. Y en ese clima, ellos ganan y el país pierde.

 

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